Creemos en nosotros,
aquí nadie reza.

martes, 10 de septiembre de 2013

P.


Hoy, sentada frente a la ventana, mirando la calle, quizás sin verla, pensaba en la sensación que me dejó el sueño de ayer, que no de anoche.
No sabría describirla, pero sí puedo describir el sueño, o parte de él. No hay que ser un gran poeta para meterse en el lenguaje de los sueños, en un mundo más onírico y abstracto de lo deseado por muchos (de ahí la casi imposibilidad de entender lo que soñamos).
Era quizás una escena demasiado normal, estaba con una amiga comprando la cena en un supermercado que había visitado hacía apenas un día antes de soñar esto. Y estábamos dando vueltas buscando la comida japonesa, o yo qué sé, algo que hacer de cena que no sea la típica hamburguesa y patatas fritas de bolsa. Y de repente le veía, estaba con sus amigos, y como suele pasar, no nos hacemos ningún caso, cada uno a lo suyo, pero me ve, posiblemente sea yo la que no me quiero acercar a él, por miedo, o no sé, algo, que me impide acercarme como si fuese una persona educada normal, pero quiero hacerlo, y no lo hago. Mis amigas lo saben, y me dicen que vaya. Que vaya y le hable. Y yo pienso, no, por favor, hay reglas en mi cabeza de una relación que jamás ha existido, que es más simple de lo que yo quiero imaginar. Pero yo sigo con mis miedos y no quiero acercarme. Estamos los dos en la cola del supermercado, en distintas. Salimos a la vez, y sigo pululando por ahí, y él también, con sus amigos.
Aquí he de confesar que no me acuerdo qué pasó, cómo llego todo a el final que ahora describiré.
De repente, y digo de repente porque no me acuerdo de cómo pasó, él me abrazaba. No cualquier abrazo, no, sino un abrazo largo, de esos abrazos que no se dan en la calle a no ser que esté desierta y seáis tú y él, en donde quiera que sea, pero solos, sin formar todavía un “nosotros”, pero habiendo algo que te hace decir “Joder, esto no tiene ningún puto sentido” gritando en tu cabeza, cabreada porque se te escapan cosas, pero sigues la frase “pero, coño, le quiero”. Y sigues con tu cabreo, hasta que le ves y te olvidas del resto, solo sois el aire, tú y él los únicos que existís.
Me desperté con esa sensación. Ese calor, ese “algo” que sientes cuando te abraza alguien que de verdad quieres. Pero fallaba algo, su olor no estaba en tu ropa, ni en tu cuello, ni siquiera en tus mejillas, ya no queda nada de cuando se despidió por última vez hace unos días.
A veces pienso en él, en medio de mi alfombra, de pie, abrazados. No nos besábamos, simplemente le abrazaba y le acariciaba la cabeza. Él no sé si me acariciaba, no lo recuerdo, pero fue la mejor sensación de mi vida, mejor que una sonrisa, y mucho mejor que un polvo cualquiera. Su cabeza, con el pelo quizás demasiado corto, y ahí sí, su olor estaba en mi ropa, en mi cuarto. En mí, y lo recordaba, hasta que lo olvidé. Por eso me sentí engañada cuando me desperté y no había ninguna evidencia de su paso por mi vida de nuevo.
Todo me hace plantearme un nuevo mundo adulto, en el que alguien te dice “Bienvenido, se acabaron las gilipolleces” y te suelta una ostia para que despiertes. Y lo siguiente son tropiezos, porque te ha desequilibrado. Tropiezos torpes que duran años, y que hasta que no te caes como un crío aprendiendo a andar, no vas a volver a tener oportunidad de volver a levantarte y tener el equilibrio suficiente como para que no te hagan ni temblar.
Y eso fue mi historia, mi primera ostia en este ámbito. Ya solo me queda seguir equivocándome, pero yendo a mejor, siempre. Se acabó la torpeza al recitar poesía de Nuria Amat, de trabarse en sus versos.
Ya no soy una cría. Aunque tampoco llegaré nunca a adulta. Seguiré con mis películas de Disney y mis poemas de verso libre.